martes, 25 de enero de 2011

Donde pueda quererte

Yo solo podía quererte desde el cielo, amor, solo desde el cielo. No tuve manera humana de amarte sobre la tierra; no fui capaz. No hubo cojones, no pude hacerlo. Te veía ahí, escuálido y pensativo, con un león en tu estomago vacío y las ganas de vivir rotas a la mitad y no podía evitar el desagrado que me producías; los poetas no sirven para nada.
Quizás fue la guerra lo que me cambió. Quizás fue la huida de Berlín, o la suciedad del campo de concentración, o el hambre o la sed o el miedo, pero yo no era así. Yo era una de esas chicas risueñas que se pasaban el día entre estanterías y libros. Me alimentaba de literatura y zumo, amor, te lo juro. Mi padre era profesor en un colegio del centro y en mi casa solo se vivía de eso, de las letras. Aun recuerdo el sabor de los pasteles de limón mezclados con rimas de Hörderlin o relatos traídos del otro lado del mar. Escuchaba a mi hermana tocar el piano y yo me dejaba llevar, como anestesiada por la belleza de las palabras. Entonces no era capaz de concebir que las palabras pudieran hacer algo malo a alguien.
Entonces llegó él. Bajito, con su bigote, su uniforme y esa voz desgarradora y desgarrada, deseada y deseante. Venía con promesas de trabajo para los alemanes, con esperanza en los bolsillos y fuego en los ojos. Y a mi, al principio, me pareció bien.
Con el tiempo, nos vimos obligados a dejar Berlín. Hitler había decidido que eramos gente non grata. Echaron a mi padre del colegio y la casera nos informó de que debíamos abandonar la casa cuanto antes. No entendía que pasaba, pero me hice a la situación. Prometí, como la protagonista de cualquier libro, no volver a llorar. Ni siquiera cuando nos enviaron aquí. Ni siquiera cuando nos metieron en aquellos trenes abarrotados, ni cuando aquel militar me separó las piernas y se coló sin permiso dentro de mi. Ni siquiera cuando teníamos que cargar con aquellas piedras, cuando nos cambiaron trabajo por dignidad... O más bien al revés. Cuando nos convirtieron en ratas, en perros, en animales. Ni siquiera entonces lloré, pero creo que fue porque se me habían evaporado las lágrimas. No me quedaba nada por lo que llorar.
Y me pareció que la poesía no era nada. Fría, nimia, insignificante. La poesía no vino a salvarnos. La poesía no nos liberó. Me sentí tan traicionada que volqué mis odios en ti, poeta, en la inutilidad de tu oficio y en el gesto abandonado de tu rostro, en lo inservible de tu pensamiento. Olvidé todo cuanto me hacía feliz y lo cambié por odio, por rabia, por ira.
A mi solo me calmó la muerte. 
La muerte y tus manos ásperas aferrándose a las mías. 
Entonces comprendí que no te odiaba a ti, si no a la misma vida, al dolor, a la muerte, al sufrimiento. Odiaba respirar, amor, odiaba respirar. Y, con tanto odio dentro, no había un pedacito en el que guardarte un poco de amor. Tenía el corazón demasiado manchado para pintar tu lienzo.
Pero aquí, amor, me tienes entera. Desde aquí puedo limitarme a solo quererte. Aquí, en el cielo, puedo volver a sonreír sin trozos de odio entre los dientes. Aquí puedo colarme entre tus versos y vivir entre tus páginas. Aquí, por fin, puedo descansar.
Mañana te despertarás y todo será diferente. Los tanques derribarán los muros y os proclamarán gente libre, aunque no sepáis descifrar el idioma que utilizarán para hacerlo. Solo veréis ángeles de verde y el sabor de la libertad entrará en vuestras bocas. Alzareis vuestras voces marchitas, rezareis a cualquier dios oxidado y, por fin, echareis a caminar.
Vivirás largos años solamente de la poesía. Te enamorarás y tendrás tres hijos y una casa junto al mar. Guardarás mi recuerdo, nuestro recuerdo, lo que pudo ser y nunca fue en el clamor silencioso de una hoja en blanco. Serás amado como nadie y, cuando llegue el final, todos llorarán tu pérdida.
Entonces y solo entonces nos veremos en el cielo, amor.
En la inmensidad del cielo.