martes, 18 de enero de 2011

Las Cenizas de Ángela

Nadie sabe como pasó. Creo, en realidad, que nadie se dio cuenta. Quizás fue un cambio gradual, tenue, como cuando se consume una vela. Quizás pasó de golpe, como un huracán, como un tifón o una lluvia de verano. El caso es que Ángela desapareció. Ángela, si, seguro que la recuerdas; ella era aquella chica bajita, de gafas y pelo de color ratón. La de los jerseys anchos y los ojos azules. Esa que jamás levantaba la voz, la que tomaba los apuntes con su letra redondita, de colegio de monjas. Nunca nos preguntamos de donde venía, ni por qué jamás salía con nosotros a tomar algo los jueves por la noche. No se, creo que no nos importaba. No llamaba la atención, no destacaba en nada. No suspendía, pero tampoco demostraba ser demasiado inteligente. Era un hueco en blanco en la tercera fila, a la izquierda, junto a la ventana. Nada más.
Tardamos en notar su ausencia, por eso te dijo que no se exactamente como fue. Un día no estaba y nadie preguntó. No fue hasta que pasaron los meses, cuando alguien ocupó su sitio y dijo de golpe; "eh, ¿y Ángela?". Entonces todos nos sentimos mal. Era difícil de explicar, no creas, ¿eh? Fue como si se nos hubiera perdido algo; una bufanda que ya no te pones o unas zapatillas de hace un par de años que ya no te entran. Cosas que no sirven, pero que te gusta conservar. 
No nos costó demasiado encontrar su número, pero nadie contestó. La dirección de su casa tampoco era un secreto, así que me planté allí un día al salir de clase, cuando no tenía nada que hacer. Llamé horas y horas, pero nadie abrió la puerta. Y me lo tomé como algo personal, joder, no se bien en qué estaba pensando... Pero me molestó. Me cabreé de verdad; ¿tanto para eso, para que ni se dignara en abrir la puerta? Le garabateé una nota diciendo que ya le valía, que encima de que me cruzaba media ciudad para verla. Que petarda, Ángela, sosa, que eres una sosa.
Pero entonces alguien me llamó. La vecina salía de la puerta de en frente, con un perro diminuto y gordísimo que no paraba de moverse. "¿Quieres algo, chaval?". Le conté que buscaba a Ángela, la chica que vivía ahí. La mujer, enfundada en su bata, me miró primero como si estuviera loco y, después, como si fuera a llorar.
"Ah, Ángela, si..." tartamudeó. El perrillo ladró y yo no supe qué pensar.


Ángela había cambiado de dirección. Ahora dormía en el cementerio de la ciudad, en un nicho pequeño con una lápida modesta y una foto en blanco y negro, con sus gafitas y su jersey. Con ese gesto tan suyo, ese gesto vacío, ese gesto sin gesto. Y pensé, mierda, que yo podría haber hecho poco por salvarla de ese cáncer que se la fue comiendo por dentro. Que probablemente yo no habría podido aliviar su dolor, ni su pena. Pero, joder, igual no me habría costado tanto marcar su número una tarde de otoño, esas que no saben ni a invierno ni a verano, esas en las que no hay nada que hacer. Igual no me habría costado tanto invitarla a algo en la cafetería, o agradecerle con más ganas sus apuntes de economía. Podríamos haber hablado un poco de música, de lo loco que está el tiempo, de yo que coño se. 
Estoy seguro de que yo no habría hecho que Ángela siguiera viva. Pero, desde luego, podría haber hecho que no muriera sola.